Cuando yo era chiquito, me dijeron en Lima que a las chicas había que dejarles pasar primero, que había que cederles el asiento, que había que servirles la comida primero, que había que acompañarlas siempre a la puerta de su casa.
La verdad es que no aprendí muy bien eso. Siempre digo que más que como caballero, me comporto como caballo. Pero algo quedó. Algo.
Cuando crecí, me dijeron en Valencia que a las chicas no había que dejarles pasar primero, ni cederles el asiento, ni servirles la comida primero, ni acompañarlas a la puerta de su casa. Me dijeron que mi actitud era machista, retrógrada, y que a las chicas había que tratarlas por igual.
La verdad, tantas bolas no me podía hacer. Es más, mejor así. Me simplificaba mi vida como caballo, a pesa que de vez en cuando se me pudiera escapar alguna de mis antiguas malas costumbres, recibiendo entonces el dedo acusador del machismo.
Crecí un poco más, y me dijeron en Roma que si es que uno le dejaba pasar primero a las chicas, si les cedía el asiento, si les servía la comida primero, si les acompañaba a la puerta de su casa, entonces me estaba comportando como uno de esos italianos malvados, maquiavélicos, que buscaban engañar a las inocentes mujeres para un par de noches de placer. Es más, me llegaron a decir una vez que, por ser latinoamericano, tenían aún menos dudas de ello. Que mi alma seguramente era putrefacta, y sólo buscaba aprovecharme de ellas.
Que conste que esto dicen ellas de los italianos (y de mi, claro). A mi la mayoría de hombres italianos me caen bien. Es más, hasta he dejado de hacerme bolas y ahora los saludo como lo hacen ellos: con beso en la mejilla.
Puaj.
Anyway, pasé de ser el latinoamericano retrógrado a ser el latinoamericano malvado. Y gratis. Bien ahí.
Ya un poco más viejo (poquito nomas), volví a Lima, a visitar. Y me dijeron que les parecía bien ver cómo una persona hacía el esfuerzo de dejar a las chicas pasar primero, de cederles el asiento, de servirles la comida primero, de acompañarlas siempre a la puerta de su casa. Es cierto, señores... mis amigas limeñas caerían redonditas dentro de las garras de los malvados italianos.
Lo único que me ha quedado de esto es que las chica nunca estarán contentas, y siempre habrá algo que haré mal. Locas malditas.
Pero bueno, algo que he aprendido es que no importa. Esté donde esté uno, no va a importar si se le deja pasar primero, si se le cede el asiento, si se le sirve la comida primero, si se le acompaña a la puerta de su casa. Si te quieren, te quieren, y punto. Lo demás son puntos bonus, pero vamos, como todo punto bonus, realmente no sirve para nada.
Así que a olvidarse de tonterías y dejarse querer. Y ya está.