domingo, 27 de mayo de 2018

Critters

Pasa el tiempo, y uno empieza a preguntarse sobre el futuro como adulto - adulto. O sea, como el adulto de los estereotipos, ese que tiene familia, y pensión, y una hipoteca, y otras cosas horribles.

El primer miedo en ese aspecto es el de los hijos. ¿Ganaré lo suficiente para criar un hijo? ¿Tomaré las decisiones correctas en su crianza? Y lo más importante... ¿los aguantaré?


Cuando regresé a Lima, luego de unos meses en la casa de mis padres, me mudé a un depa compartido. Estuvo bien el tema, mientras duró. Pero uno de los problemas que tuve era que, al haber firmado yo el contrato, tenía que encargarme de muchas cosas. Entre ellas, el cuidado de dos plantas.

Poco tiempo después de empezar el alquiler, una planta se enfermó. Le salieron bichos, y era evidente que no sobreviviría mucho tiempo. Poco tiempo después, empezaron a salirle los mismos bichos a la planta de al lado. Problema serio, ¡yo podría ser el siguiente! Así que hice mi búsqueda en internet, saqué un diagnóstico, fui a un vivero, compré insecticida apropiado, y me preparé para lo inevitable: iba a curar a esas dos plantas.

Las aislé, cubrí el piso con papel periódico, y las limpié. Hoja por hoja. Las rocié de insecticida, y pasé un trapo por cada una de las hojas. Fue una tarea titánica (o sea, duró toda la mañana). El fin de semana siguiente, repetí el procedimiento. Y las plantas sobrevivieron.

Esa vez, al ver a las plantas bien, pensé que habían indicios de que yo podría ser un buen padre. Porque vamos, mientras pasaba el trapo por cada hoja, surgió un sentimiento particular, una especie de cariño a este ser que dependía de mi esfuerzo. Y supuse que ser padre tendría algo de eso.

Mas tarde vino el gato. Otro ser que dependía de mi. Otro ser que generaba este mismo tipo de cariño. Un ser al que le tenía que tener paciencia, que me despertaba a las 4:00 am, que rompía todos mis vasos, pero a quien uno entendía. Porque con un gato no se negocia, e imaginé que con un bebé tampoco.

Y bueno, más o menos había funcionado. Así que eso de ser padre, pues vamos, podría ser. No sólo eso, sino que teniendo las clases de japonés, que me obligan a dormir sólo 5 horas diarias, me sentía listo para el desafío de pasar noches en vela.

Así que, luego de pasar del reino vegetal al reino animal, imaginé que pasar a formas de vida más complejas sería simplemente una extrapolación de lo ya vivido.

Y hoy todo se fue al demonio. Resulta que no es bueno extrapolar. Les explico.

En el último mes y medio he tenido uno de esos periodos en los que el trabajo se pone duro. De llegar a la oficina a las 09:00, salir a las 19:00, y aún tener mil cosas por hacer. Este fin de semana era medio crítico: si lograba preparar suficientes clases, generar datos para un paper, enviar otro paper a una revista, corregir las evaluaciones de un curso, y leerme una tesis, lograría estabilizarme un poco. Vamos, suficiente como para poder hacer mi tarea de japonés.

(Claramente no lo logré, me rendí, y decidí escribir este post)

Hoy en la mañana, mientras avanzaba con esto, llegó el hermano de la novia, con su familia. Yo los saludé, pero me excusé, ya que quería avanzar. Mientras trabajaba, escuché a la novia sugerirles que se dieran una vuelta por el parque con el hijo mayor, y que ella se podía quedar cuidando a Z, la bebé de cuatro meses.

Pues bien, tres minutos luego de que ellos salieran, algo pasó. Repentinamente, Z empezó a llorar. Como si alguien la estuviera despellejando, oye. Horrible. Y no había nada que hacer. No tenía hambre, estaba limpia, no tenía gases... simplemente lloraba.


Y lloraba.

Y lloraba.

Y yo tenía que trabajar.

Y ella seguía llorando.

Y yo tenía que preparar la clase donde mostraba la cuantización del operador momento angular.

Pero seguía llorando.

Y gritando.

Y la novia me pedía ayuda.

Y luego mi tesista de maestría me mandaba un mensaje, diciéndome que las cosas ya no funcionaban, una semana antes de su tesis.

Y yo miraba los autovectores de momento angular.

Y escuchaba gritos.

Y la novia subía a Z al segundo piso, donde yo estaba trabajando, a ver si la asistía con la bebé.

Y yo recordaba que tenía 30 minutos nomás, que tenía que salir a la casa de mis padres para el almuerzo dominical de siempre.

Pero Z lloraba y lloraba.

Y yo tenía que responderle al alumno.

Pero Z seguía llorando.

Y colapsé. Y me di cuenta de que no. Que eso de la planta y el gato no servía de nada. Que perder la paciencia luego de 10 minutos de gritos y escándalo no era un buen indicador sobre mis aptitudes como padre.

Vamos, los gatos no gritan realmente, y si no les prestas atención como que no pasa nada. Y esto es menos grave aún con las plantes.

Nada, nada. Los padres son héroes. Y ya está.

Habrá que adoptar a un gato, supongo.